La historia que me dispongo a narrar comenzó el 20 de Julio de 1790,
en la recóndita isla de La Española. Por entonces, el viento que
acariciaba los escarpados riscos de las Montagnes de Trou d'Eau y
descendía hasta Vallejuelo, traía consigo voces revolucionarias;
lamentos que hablaban de desdichas y levantamientos raciales. Habían
transcurrido casi cien años desde que los españoles cedieron parte
de sus territorios a los conquistadores franceses, convirtiendo las
colonias arrebatadas a los arawaks nativos en la suntuosa ciudad de
Cap Français, también conocida como «El París del Nuevo
Mundo». Podría decirse que aquellos dominios manchados de sangre
fueron cuna de mitos ancestrales que, aún hoy, siguen
transmitiéndose de ancianos a niños, moldeando una mitología que
trasciende las leyendas populares.
Fue en aquellos tiempos cuando los colonos franceses ejercían el
control sobre los territorios cedidos por los españoles, dominando
la producción de caña de azúcar, café e índigo; valiéndose de
los esclavos que, como yo, habíamos sido arrastrados de la lejana
África para servir a los poderosos terratenientes blancos y
obligados a rendir culto a un Dios en el que tratábamos de ver
reflejadas nuestras antiguas creencias.
La aldea de Guildive podía situarse varias millas al Sur de Cap
Français, enclavada en lo más profundo de un hondo que recibía
el nombre de Bouche du Diable. Al contrario que en las grandes
metrópolis de La Española, las artes y las riquezas no florecían
en sus sombrías callejuelas. Las principales familias de Guildive
únicamente velaban por sus propios intereses, enriqueciendo sus
haciendas con el sudor de los hermanos llegados del añorado país
del Gran Níger y acallando los rumores que hablaban sobre un nuevo
orden alcanzado en París; un orden que dictaminaba libertad,
igualdad y fraternidad para todos aquellos que pisaran territorio
francés.
Mi nombre es Chalala. Nací en el seno de una familia de noble cuna
en la lejana África, pero una serie de catastróficos infortunios me
llevaron a trabajar como esclavo en una hacienda de La Española,
propiedad de monsieur Boguian. André, dueño de la
plantación, era un reputado comerciante que había llegado a la isla
no siendo más que un chicuelo, dedicándose desde entonces a la
exportación de café y amasando grandes fortunas. Se había casado
muy joven, enviudando a los pocos meses y volviendo a contraer
matrimonio al cabo de un tiempo. Tenía un único hijo, un muchacho
de veintidós años llamado Vincent Boguian, que había pasado la
mayor parte de su juventud en Grenoble, Francia, estudiando la
carrera de medicina. Ahora era el ayudante del doctor de la aldea,
aunque los intereses de su padre colocaban al muchacho en el ámbito
político, donde todos esperaban que llevara a cabo una próspera
carrera.
Vincent Boguian, en su periplo por tierras francesas, había conocido
a una muchacha acomodada llamada Marie Renau. Según los rumores que
corrían entre los esclavos, nuestro amo había quedado prendado de
su belleza y, desatendiendo las advertencias de su padre, le había
propuesto matrimonio. A su regreso a Guildive, el joven Boguian había
asegurado a su amada que algún día mandaría a alguien por ella. La
muchacha había aceptado la promesa y, desde entonces, había
aguardado pacientemente el reclamo de su prometido.
El 20 de Julio fue la fecha establecida para la llegada de Marie
Renau a la isla de La Española. Aquel domingo monsieur
Boguian ordenó a sus capataces que los esclavos trabajaran durante
todo el día en los campos, que el servicio adecentara la mansión y
que la gran avenida que conducía desde Guildive a la propiedad de
los Boguian fuera adornada con guirnaldas y farolillos de colores. Se
alzaron entre los árboles centenares de pancartas que daban la
bienvenida a la joven, el puente que cruzaba el arroyo se adornó con
ramos de lirios y rosas, y los cercados que acotaban el camino
brillaron con tiaras de madreselvas, jazmín y diamantes. Cualquier
signo de ostentación era mínimo para recibir a la prometida del
heredero.
Desde buena mañana, los esclavos doblábamos la espalda en las
plantaciones de café mientras el Sol arrancaba destellos cobrizos de
nuestra piel morena, tiñendo el vergel de cuerpos sudorosos. Los
capataces permanecían más pendientes del camino por dónde
aparecería la carroza de la muchacha que de los trabajos que se
desempañaban en los cultivos, aun así muy pocos de los nuestros se
atrevían a desviar la atención de la faena que llevábamos entre
manos; todos temíamos la furia de los hombres blancos. No obstante,
había alguien en el grupo que no compartía aquellos miedos. Se
trataba de Mutala, un muchacho desgarbado, cuya temeridad era
reconocida entre todos los que trabajábamos en la parcela.
Mutala, con la mirada puesta en las armas de los guardias, se me
aproximó con disimulo y habló en la lengua de nuestros ancestros.
Su voz se difuminaba con el silbido del viento.
—¿Recuerdas el boquete que se abre en la empalizada que rodea la
casa? Podríamos acercarnos a la mansión y ver el aspecto de la
mujer francesa. He oído que su piel es blanca como la leche y sus
pechos grandes.
—¿Estás loco, Mutala? Nos despellejarán vivos si nos pillan.
—¿Acaso ha perdido el valiente Chalala todo su valor? ¿Tanto teme
al hombre blanco que prefiere quedarse junto a las viejas?
Respondí frunciendo el entrecejo.
—Vamos, amigo mío, míralos bien. —Mutala señaló a los
capataces. La mayoría tenían la vista puesta en el camino—. Están
tan embobados que no verán nuestra desaparición hasta que acabe la
jornada y hagan el recuento. ¿De verdad no quieres ver a la mujer
francesa?
Me demoré unos segundos en contestar. Finalmente, desechando todos
mis miedos, respondí con un cabeceo y ambos corrimos como dos
diablillos entre las plantaciones de café, empujando a los
sorprendidos costaleros que se cruzaban en nuestro camino. No nos fue
demasiado difícil arribar hasta el imponente muro de piedra que
delimitaba la finca de los Boguian. Mutala se inclinó y yo me aupé
sobre sus hombros hasta alcanzar el boquete de la atalaya, después
le tendí la mano para que me siguiera. Cruzamos la finca de nuestros
señores y arribamos hasta la entrada de la mansión, situada ante
una gran fuente de mármol que arrojaba una cascada de espuma
verdemar. Un ejército de sirvientes, mayordomos y criadas aguardaba
frente a la casa. Monsieur Boguian ataviado con sus galas más
ostentosas, permanecía plantado al pie de la escalera, junto a la
señora. Vincent, en aquel entonces dos o tres años más joven que
yo, paseaba arriba y abajo, haciendo ademanes nerviosos y
contemplando la glorieta por la que debía aparecer la comitiva.
La espera no se prolongó demasiado. Languidecía la mañana cuando
una enorme carroza tirada por cuatro percherones cruzó la verja y
compareció ante los señores de la casa. El lacayo se apresuró a
bajar del pescante y abrir la puerta de la carroza. Me quedé sin
aliento al vislumbrar a la criatura que descendió del vehículo. Ni
en mis más enfebrecidos sueños hubiese imaginado mujer más bella
que Marie Renau. Portaba un vestido de fina seda, con ornamentos
dorados y puños de encaje. El pronunciado escote dejaba entrever un
corpiño que le ceñía el busto y dibujaba una figura lozana. Al
contrario de lo que había advertido Mutala, la piel de las francesas
no era pálida como el alabastro —al menos no la de Marie Renau—
sino sonrosada por el Sol del Mediterráneo. Su mata de pelo cobrizo
estaba recogida por una corona de laurel y sus mejillas ardían con
una viveza casi febril.
Vincent acudió de inmediato a su lado y se postró ante ella para
depositar un beso en el dorso de su mano. Después acudieron los
señores de Boguian y ensalzaron a la mujer con todo tipo de piropos.
El rostro de Marie enrojeció ante los halagos, y sólo entonces fui
presa de un deseo inconmensurable que me hizo enloquecer junto a
Mutala: Marie Renau debía ser mía.
Aquella noche me aquejó una extraña enfermedad que me hizo retozar
entre las sábanas, como una culebra malherida. Me imaginaba a Marie
Renau entre mis brazos y todo mi ser respondía a la lascivia de las
imágenes. Su cuerpo de curvas acentuadas yacía junto a mi regazo,
enajenándome con el roce de sus pechos encorsetados, con la
incitación de un rostro de porcelana cincelado por unas mejillas
encendidas, dos esmeraldas dotadas de un halo perturbador y unos
labios rojos y carnosos que respondían a cada uno de mis besos.
Podía imaginarme su aliento, ardiente como las llamas, suave como la
brisa fresca que precede a la tormenta, acariciando mi faz y
desgarrando cada fibra de mi ser por un deseo impuro. Negro sobre
blanco; obsidiana fundida con alabastro puro. Pero toda la pasión
que pudiese sentir acababa convirtiéndose en duelo cuando en aquel
sueño enfermizo no era yo el que se hundía entre las caderas
cimbreantes de Marie, sino la figura desgarbada de Vincent Boguian,
dueño y señor de la reina de mis pensamientos.
A partir de aquel caótico día, me resultó cada vez más difícil
concentrarme en el trabajo. Me costaba recoger el grano, apenas
dormía por la noche y a menudo perdía el apetito. Los capataces
comenzaron a llamarme haragán y mis hermanos procuraban apartarse de
mi camino pues me creían presa de una extraña enfermedad que podría
contagiarse en cualquier momento. Incluso Mutala, hasta ese momento
mi mejor amigo, comenzó a observarme con mirada extraña.
Pero cuando peor me sentía era durante las mañanas dominicales,
cuando Vincent y Marie paseaban por los caminos que recorren la
hacienda, agarrados del brazo, cuchicheándose secretos al oído y
señalando a los sudorosos jornaleros que recogían el grano. Bajaban
desde la mansión y caminaban hasta el estanque, paseando entre las
sombras de los abedules y buscando la caricia de un lánguido Sol
estival. En esos momentos me era imposible mover un sólo dedo; a
pesar de las advertencias de los capataces me quedaba varado entre
los árboles, observando a los dos amantes, felices y ajenos al
sufrimiento que se vivía a su alrededor, atrapados en un mundo
alejado del mío y al que ni tan siquiera podía aproximarme en
sueños.
Una de aquellas mañanas, pude ver que un fino lienzo de seda
resbalaba del cinto de mi reina, yendo a parar sobre un charco de
barro. Pese a las advertencias del resto de los trabajadores,
abandoné presuroso mi puesto y corrí hasta la senda, señalando el
pañuelo que había perdido la dama. Los dos amantes ni tan siquiera
se detuvieron al escuchar mis gritos. Como bien dije, vivían en otro
mundo. Me arrodillé en el suelo y recogí entre mis dedos el pañuelo
manchado de barro. El dulce aroma que emanaba de él bastó para
aislarme del dolor provocado por las varas de los capataces al
golpear una y otra vez mi cuerpo nervudo.
Tardé casi una semana en recuperarme de aquella paliza. Cuando por
fin me encontré con fuerzas para regresar al trabajo, Mutala, cada
vez más preocupado por mi actitud, me llevó aparte y me habló con
voz seria:
—Como sigas así acabarás perdiendo la vida.
—Te dije que esa mujer sería mía y no cejaré en el empeño hasta
que no sepa que existo.
—Los hombres de monsieur Boguian te matarán. Lo que dices
no tiene pies ni cabeza.
Me encogí de hombros. ¿Qué importaba la muerte cuando ante mí se
extendía una vida sin esperanza?
—¿Tan dañino es el sentimiento que corroe tus entrañas?
Asentí con la cabeza y Mutala permaneció un buen rato pensativo. Al
fin volvió a mirarme y pude distinguir en sus ojos una nota grave
que me llenó de inquietud. Su rostro, habitualmente jovial y
despreocupado, se había vuelto fúnebre.
—En ese caso escúchame con atención y sigue al pie de la letra
mis instrucciones. En el barracón situado junto al gran fresno
habita un hombre que quizás pueda ayudarte. Se llama Camujanda y se
dice de él que es tan peligroso que ni siquiera los capataces se
atreven a cruzarse en su camino. Llegó de Tierra Madre hará poco
más de un mes y se rumorea que practica el culto a los Loa guédé.
—¿Es un bokor? —balbuceé con la garganta comprimida por el
horror.
—No lo sé con certeza, pero el último capataz que se atrevió a
alzarle la voz murió en extrañas circunstancias. Sólo él puede
salvarte del delirio que sufres. Ve a verle esta misma noche y
ofrécele tu porción de pan de toda una semana. Quizás con ese pago
acepte escuchar tu reclamo.
Durante el resto del día fui presa de un funesto desvelo. Los bokor
eran figuras sagradas allá en mi tierra natal, capaces de invocar a
los guédé y provocar grandes tragedias. Sus rituales vudú podían
causar desde el mal de ojo hasta la resurrección de los muertos.
Muchos eran sus adeptos y la mayoría de ellos se consagraban a una
vida de oscuridad y tinieblas. Con el paso del tiempo, sus ceremonias
se convirtieron en obscenos rituales que eran prohibidos por las
autoridades eclesiásticas de Cap Français. La propuesta de
Mutala me resultaba escabrosa, demasiado siniestra, pero la obsesión
que me embargaba hacia la figura de Marie era tan enfermiza que me
impedía conservar el juicio.
Pasé buena parte del día abstraído del mundo que me rodeaba.
Devanándome los sesos ante la encrucijada que tenía por delante.
Cada vez que pensaba en Camujanda sentía una opresión en el pecho
que me impedía respirar, sin embargo, cuando mis pensamientos
regresaban a Marie Renau, cualquier miedo que pudiese sentir se
desvanecía de mi mente y tan sólo quedaba una sensación de anhelo
que parecía aplastarlo todo.
Aquella tarde, mientras el Sol se ponía entre las montañas que
cercaban la Bouche du Diable y el cielo se teñía de
melancólicos tonos anaranjados, volví a verla, caminando sola por
el camino que bajaba hasta el arroyuelo. Los capataces se paraban al
cruzarse con ella y la saludaban inclinando la cabeza; las filas de
esclavos que regresaban a los barracones contenían el paso sólo
para admirar su belleza. Alumbrada por los últimos destellos del
día, parecía una reina entre plebeyos; una amazona de inigualable
belleza capaz de arrebatar la cordura a cualquier hombre. Mientras
caminaba junto a mis compañeros rumbo al barracón fui incapaz de
apartar la atención de su rostro. Y durante unos segundos tuve la
sensación de que nuestras miradas se cruzaban. Tan sólo fueron unos
segundos; sin embargo creí atisbar el destello de una sonrisa en sus
preciosos labios. Sintiendo un intenso calor en las mejillas, agaché
la cabeza y me esforcé por mantener el paso de la fila. En mi mente
rondaba un único pensamiento: aquella noche acudiría al encuentro
del bokor.
No puedo negar que el miedo acuciaba cada uno de mis pasos. Rondaba
la media noche cuando abandoné mi barracón y caminé hasta la
vivienda situada junto al gran fresno, cerca del arroyo. Sabía que
los capataces montaban guardia entre la espesura, armados y
dispuestos a disparar contra cualquier sombra que merodeara por los
alrededores. En otras localidades se habían producido revueltas y
sublevaciones, así que los hombres de monsieur Boguian habían
sido alertados para que al menor atisbo de movimiento dispararan
contra los negros. Por suerte, la ventura guió mis pasos y no tuve
demasiados problemas para llegar hasta la barraca de Camujanda.
Atravesé el portón y un escalofrío recorrió mi espalda al
internarme en la oscuridad. El lugar hedía a sudor, a excrementos, a
carroña. Varios pares de ojos se abrieron entre las sombras y
siguieron mis pasos con expresión hostil. Aquel antro era diferente
a los otros barracones. La tensión se acumulaba en el ambiente; la
hostilidad de sus moradores se convertía en una garra invisible que
traspasaba mi pecho y aferraba mi corazón con fuerza, causándome
una intensa desazón. Pronto fui consciente de que el mal habitaba
entre aquellos muros, amagado en aquella miríada de ojos saltones.
Se encendieron algunas velas y un tenue resplandor dibujó una figura
aposentada en un rincón de la estancia. No era más que una sombra,
pero en cuanto me aproximé, sentí que todo el mal que se condensaba
en el ambiente procedía de ella.
Horrorizado, me postré ante sus pies e inclinando la cabeza, aguardé
a que me hablara.
—¿Qué te trae por este lugar, muchacho? —Su voz era melosa,
dulce. Un susurro maldito que se perdía en las tinieblas. Cuando me
atreví a alzar la cabeza, una sensación de irrealidad se apoderó
de todo mi ser. El bokor era un individuo no demasiado mayor, de piel
canela y pelo trenzado. Su rostro era hermoso, demasiado hermoso; tan
perfecto que parecía esculpido por las manos de un alfarero. Sin
embargo, había algo extraño en su mirada: sus iris azules mostraban
una tonalidad tan tenue que parecían difuminarse con sus retinas.
Durante unos instantes me resultó complicado hablar. Tuve que hacer
un gran esfuerzo para que las palabras emergieran de mi garganta.
—Sabedor de vuestro inconmensurable poder, vengo a haceros una
petición, Camujanda. Durante las últimas semanas siento como una
enfermedad me mutila por dentro. Me he enamorado de una mujer que no
puede corresponderme.
—¿Qué mujer es esa, mi buen amigo?
—La prometida del joven señor de la casa. La mujer francesa, Marie
Renau. Su llegada al valle ha provocado en mí una enfermedad que me
carcome las entrañas. Deseo un encuentro con ella. Sólo un
encuentro para que pueda decirle todo lo que siento y derramar mi
pasión.
Camujanda respiró hondo y afirmó con la cabeza.
—No es una petición sencilla la que me haces. Los blancos tienen
prohibido mezclarse con los negros. Nuestra casta está prohibida
para ellos. La muchacha no se verá atraída hacia ti por causas
naturales. ¿Lo sabes?
Afirmé con la cabeza, pero no me atreví a mirarle directamente. A
mi alrededor se había congregado un ejército de sombras que me
impedía escapar del barracón.
—¿Qué me darás a cambio? —La voz de Camujanda seguía siendo
un susurro.
—Os entregaré mi ración de pan de todo un mes. —Aquel
ofrecimiento cuadriplicaba la oferta que había propuesto Mutala,
pero poco me importaba el hambre que pudiera pasar. Cualquier pago
era liviano si a cambio recibía el abrazo de Marie Renau.
Camujanda reflexionó durante unos instantes más y, finalmente,
asintió con la cabeza.
—Muy bien. Los guédé harán tus sueños realidad, muchacho, pero
para llevarlos a cabo necesitaré algo que me permita entrelazar el
hechizo al alma de tu amada. Debo tener una pertenencia de la dama
francesa para atarla al vudú y que la magia surta efecto.
Afirmé con la cabeza y eché mano del bolsillo de mi pantalón. No
dudé ni un instante en sacar el pañuelo de Marie manchado con mi
sangre. Una sonrisa lasciva apareció en los perfectos labios del
bokor cuando la prenda estuvo en sus manos. De nuevo mi corazón
palpitó presa de un funesto presentimiento.
—Acude mañana a media noche al estanque y tendrás tu cita con la
dama francesa. Ahora márchate.
Volví a asentir con la cabeza y antes de que el brujo pudiera
arrepentirse, me puse en pie y eché a correr hacia la entrada de la
cabaña. El vello se me erizó al pasar frente a las sombras que se
congregaban en el recinto. Las miradas de aquellos hombres eran
hostiles, funestas, atrapadas por una maldición que los encadenaba
al bokor. No me detuve hasta dejar bien atrás el gran fresno y, aun
así, pude sentir la presencia de los extraños espíritus que
habitaban aquel lugar. En la lejanía se escuchaba un cántico
maligno. Aquella noche me costó conciliar el sueño. Me preguntaba
si la magia de Camujanda surtiría efecto y Marie acudiría al
encuentro en el lago. Cuando por fin logré apaciguar mi desvelo,
extrañas pesadillas sacudieron mi letargo.
El día posterior a mi visita al bokor transcurrió en una letanía
interminable. Trabajé como un autómata, sin ser consciente del
bullicio que me rodeaba. Cuando mis compañeros me preguntaban, yo me
limitaba a responder con un movimiento de cabeza. Durante el rancho,
al mediodía, apenas probé dos cucharadas de gachas; no tenía
apetito. Mi mente se encontraba muy lejos de aquel mundo rutinario.
Había hecho un pacto con el diablo y ya era demasiado tarde para
arrepentirse. Lo único importante era que aquella noche, Marie Renau
acudiría a mi encuentro y yo podría disfrutar de aquella cita tan
anhelada.
Cuando Mutala se me aproximó, vio tal inquietud en mis ojos que ni
tan siquiera se atrevió a preguntar qué había sucedido en la
cabaña del bokor. Agachando la cabeza, dio media vuelta y se reunió
con los amigos que disfrutaban de la luz del sol.
La noche se presentó despejada, clara, sinuosa. Abandoné el
barracón horas antes de la madrugada y caminé nervioso hasta el
lago. El cielo estaba plagado por un enjambre de constelaciones que
alumbraban el camino. La Luna, llena y redonda, tintaba de plata el
reguero de piedras que conducía hasta el estanque. Me senté entre
los juncos y contemplé las libélulas que danzaban entre los
nenúfares. El lago era un inmenso espejo en el que el cielo se veía
reflejado. Miles de gemas preciosas se difuminaban en su interior.
Aguardé impaciente la aparición de mi hermosa dama. Conforme
transcurrían los minutos, sentí cómo el nudo que oprimía mi
estómago iba volviéndose más y más opresivo, provocándome un
intenso temblor en las piernas. Pasado un buen rato desde mi llegada,
comencé a temer que la magia del bokor hubiera fallado y que mi
princesa no acudiría a la cita. Pero cuando la sensación de
abandono era más intensa, cuando la sospecha de que había sido
burlado atenazaba mi corazón, ella apareció por el camino que
bajaba desde la mansión. Portaba un largo vestido de tafetán, con
una blusa escotada y unos tirantes que dejaban al descubierto sus
hombros blanquecinos. El corsé alzaba sus pechos y su piel lucía
brillante bajo el remanso de luz que descendía del cielo. Creo que
se sorprendió al verme, pero continuó andando como si mi presencia
no le perturbara. Mi corazón retumbó con fuerza cuando se situó a
mi lado.
—Pensé que los esclavos tenían prohibido abandonar los barracones
de noche —murmuró Marie esbozando una amplia sonrisa. La luz
argenta desveló un pequeño lunar encima de sus labios rojos.
Tuve que hacer un gran esfuerzo para que mi voz no sonara
entrecortada.
—Lo tenemos, mi señora. Espero que no avise a los guardias.
Marie se limitó a esbozar una sonrisa pícara y arremangándose la
falda, se aposentó a mi lado. Inevitablemente, mis ojos se desviaron
hacia sus piernas contorneadas. Ella, que reparó enseguida en mi
mirada, ensanchó su sonrisa y no mostró el más mínimo recato.
—No te preocupes. No lo haré. —Su voz profunda fluía junto a la
noche de forma aterciopelada. Cada palabra que emergía de sus
carnosos labios acuciaba el desasosiego que crecía en mi interior—.
¿Sabes una cosa? Esta noche fui presa de una extraña inquietud que
me impidió conciliar el sueño. Tuve que abandonar la casa, caminar
bajo las estrellas y llegar hasta el lago. Es como si un extraño
impulso moviera mis pies. ¿Cuál es tu nombre?
—Chalala —respondí en el acto.
—El mío es…
—Marie Renau, la prometida de monsieur Boguian. Os conozco,
mi señora. He admirado vuestra belleza desde el día en que
llegasteis a la hacienda.
Marie pareció sorprenderse, pero rápidamente sus labios se
relajaron en una sonrisa. Su rostro se volvió provocador y
malicioso, sobre todo cuando reparó en el bulto prominente que yo,
por aquel entonces, ya era incapaz de esconder entre mis piernas. De
pronto me vinieron a la cabeza las chanzas que solían entonar los
míos para referirse a las mujeres de la categoría de mi dama:
«Todas las hembras blancas buscan en los manubrios negros la
virilidad que no pueden encontrar en sus machos». ¿Sería verdad
aquella afirmación? Lo cierto es que no sé durante cuánto tiempo
hablamos, ni cuánto duraron nuestros silencios mientras
contemplábamos el reflejo de la Luna en la superficie del estanque,
lo que sí recuerdo con total nitidez fue el momento en el que la
mano suave de Marie se posó sobre mi hombro y su calidez traspasó
mi ropa. Sus ojos chispearon hambrientos al ver que mi miembro crecía
en el interior de mis pantalones. Mi avidez de sexo aumentó junto al
atrevimiento que asomaba a sus ojos. Me tendí sobre ella y besé sus
labios. Su aliento abrasó mi garganta y su mano, inquieta y
juguetona, se adentró en mi pantalón, rozando con la yema de sus
dedos un bulto erecto y grande. Sus labios descendieron hasta mi oído
y pronunciaron palabras obscenas; palabras que jamás hubiera
imaginado en boca de aquella mujer. Yo respondí introduciendo mi
mano en sus enaguas e hice que se retorciera entre la hierba húmeda.
Sus jadeos interrumpieron el silencio de la noche y su rostro se
volvió más lascivo, más impúdico.
Pronto nuestros cuerpos se fundían bajo la Luna. Negro sobre blanco.
Esclavo sobre señora. Sus gemidos endulzaron mis oídos mientras sus
caderas respondían a cada penetración, a cada golpe de cintura que
enterraba un poco más mi sexo en el suyo, arribando a lugares a los
que Vincent Boguian ni tan siquiera había soñado. Su cuerpo,
ondulante y cálido, se moldeaba bajo mis músculos castigados,
doblándose como goma bajo la autoridad que imponían mis
movimientos. Tomé con mis manos todas las partes de Marie que se me
antojaron. Profané los recovecos de su ser que todavía permanecían
vírgenes. Mientras tanto su voz, rota por el gozo, seguía
suplicándome que le diera más y más placer, jurándome que jamás
había compartido su cuerpo con un hombre como yo.
Nos amamos mil veces; ella humedeció mi falo mientras yo me
derramaba en sus entrañas. La madrugada nos encontró abrazados
entre la hierba, besándonos como dos enamorados y restregando
nuestros cuerpos desnudos, fundidos en un sudor tórrido que adhería
nuestra piel.
Ella me agarró con fuerza y me miró a los ojos. Su intimidad volvía
a estar mojada.
—Llévame lejos, Chalala. Te lo ruego.
Mi miembro creció en su interior y Marie se estremeció entre mis
brazos.
—¿Y monsieur Boguian?
—No me importa. Mañana me despediré de él y juntos abandonaremos
estas tierras.
—Será peligroso. Nuestras vidas valdrán muy poco en cuanto sepan
de mi desaparición.
—Tampoco me importa. —Su torso comenzó a moverse debajo del mío.
Sus pezones endurecieron y sus mejillas se sonrojaron. El placer
ascendió por mis piernas hasta anclarse en mi vientre, provocando
que la cabeza me diera más y más vueltas—. Lo único que quiero
en esta vida es sentir tus brazos alrededor de mi cintura.
Creí enloquecer de júbilo al escuchar aquellas palabras. Ni en mis
previsiones más disparatadas había imaginado un final como aquél.
Ahora que poseía todos y cada uno de los secretos de Marie Renau y
guardaba en mi paladar el sabor de sus mieles, sentía que la
necesidad de permanecer a su lado no había decrecido, sino todo lo
contrario. Su hermosura trastocaba mi juicio y el deseo de poseer una
y otra vez su cuerpo me hacía perder la cabeza. Mientras un
pensamiento de libertad se abría paso en mi mente, separé sus
muslos y volví a poseerla como ningún hombre lo había hecho hasta
entonces, y durante el resto de la noche yo fui su amo y ella mi
esclava. Quizás, si nuestra pasión no hubiera sido tan desbordante,
ambos hubiéramos reparado en dos ojos níveos que nos contemplaban
con recelo desde la maleza.
Nos separamos antes del alba y ella me prometió reencontrarse
conmigo al anochecer, en aquel mismo lugar. Después depositó un
suave beso en mis labios y regresó corriendo a la hacienda de los
Boguian. Yo, sintiendo cómo las piernas apenas eran capaces de
sostenerme, retorné al barracón y pasé el poco tiempo que quedaba
hasta el amanecer embriagado por los recuerdos que perduraban en mi
cabeza, embelesado por el eco de las caricias de mi pequeña Marie.
Por desgracia los acontecimientos suelen desarrollarse de forma
diferente a lo que uno suele esperar, y lo que al amanecer es
presagio de dicha y esperanza, con la puesta de Sol puede convertirse
en augurios de desgracia y desconsuelo.
A media mañana se extendió un extraño rumor por los campos de
cultivo: el joven Vincent Boguian había muerto durante el desayuno.
Al principio se habló de que se había atragantado con el hueso de
un melocotón, pero conforme las horas fueron transcurriendo y la
incertidumbre fue creciendo entre mis hermanos, un nuevo rumor fue
expandiéndose entre las malas lenguas. Vincent Boguian había sido
encontrado en la cama, tieso como un carámbano y con los ojos
salidos de las órbitas. Según testigos presenciales, el techo de su
habitación estaba repleto de moscas, y de sus fosas nasales, así
como de su garganta, salían tábanos tan gordos que formaban una
espesa nube de la que había costado rescatar el cadáver. El doctor
de Guildive había llegado poco después a la mansión de los Boguian
para llevar a cabo la autopsia y, tras realizar diversas cábalas,
tomó la decisión de abrir en canal al cadáver, con la consecuencia
de encontrar una plaga de liendres carcomiendo sus intestinos. Se
decía que madame Boguian había perdido el juicio al
contemplar el estado de putrefacción en el que se encontraba el
cuerpo de su hijo; que monsieur Boguian había caído en un
trance del que nadie había logrado rescatarlo. Sin embargo, mi único
pensamiento volvía una y otra vez a Marie. Mi joven y querida Marie,
que ahora mismo debía encontrarse atrapada en mitad de aquella
pesadilla. Sintiendo en todo mi ser el embate de la incertidumbre,
encontré el único consuelo de rezar a los dioses que conocía y
suplicar por que el mal que había aquejado a Vincent Boguian no
pudiera afectar a mi hermosa reina.
A mediodía los capataces nos sacaron de los campos de recogida y nos
llevaron a una amplia explanada situada frente a los barracones. La
incertidumbre se convirtió en miedo cuando cerca de una decena de
guardias rodearon a la muchedumbre y nos apuntaron con sus armas. Las
madres abrazaron a sus hijos y los hombres más fornidos contemplaron
a los capataces con recelo, esbozando en sus ojos el odio que
guardaban hacia sus amos. Yo, mientras tanto, seguía mirando
angustiado la mansión de los Boguian y no dejaba de preocuparme por
el estado de mi querida Marie. Cualquier cosa que pudiera pasar aquel
día me resultaba indiferente. Mi único desvelo era Marie, mi
querida Marie.
Pasado un buen rato apareció el viejo André Boguian, montado sobre
un enorme caballo y empuñando su arcabuz. Lo escoltaban el doctor de
Guildive y varios de sus mejores hombres. El anciano se situó frente
a las filas de trabajadores y su voz retumbó por encima de los
murmullos.
—Mi hijo ha muerto. Hemos encontrado su cuerpo profanado por una
extraña plaga. Una plaga que sólo pudo ser invocada por la magia
negra de vuestros brujos —guardó silencio y su mirada, desquiciada
por una nota de locura, cayó sobre todos nosotros—. Señalad al
responsable y no desataré ningún mal sobre vuestros hijos.
Se produjo un intenso silencio interrumpido tan sólo por un
ocasional sollozo o un gemido incontrolado. André, encorajinado por
la situación, se aupó sobre la silla de montar y asintió
lentamente con la cabeza.
—Muy bien. Vosotros lo habéis querido. —Dicho esto, empuñó su
arma y apuntó hacia mis hermanos. Un sordo estallido interrumpió el
sosiego de la tarde. Se produjo un lapso de silencio, un cuerpo se
desplomó en el suelo y un grito desesperado me desgarró por dentro.
Cuando me volví hacia la muchedumbre, vi como una madre sujetaba en
sus brazos el cuerpo inerte de un muchacho de no más de diez años.
Los aullidos de la madre se volvieron estridentes y atenazaron mi
corazón, provocando que durante unas décimas de segundo dejara de
latir. Cuando la sangre volvió a fluir por mis venas, la rabia lo
ocupaba todo y cualquier resquicio de lástima por la muerte del
joven Vincent Boguian se había disipado. En mis oídos tan sólo
perduraba el llanto desesperado de la mujer.
El viejo André volvió a empuñar su arcabuz y el resto de los
capataces imitaron su acción. Sin embargo, ni aunque toda la armada
francesa hubiera comparecido en la Bouche du Diable hubiera
podido contener la ola de odio que rápidamente se extendía entre
todos nosotros. Los amos lanzaron varios disparos al aire, pero esta
vez las cabezas no descendieron y el odio siguió palpitando en los
ojos de todos mis hermanos. Se escuchó una voz autoritaria por
encima de los murmullos:
—¡El hombre blanco nos muestra su fraternidad y su igualdad! ¡La
sangre debe pagarse con sangre!
Aquellas palabras fueron coreadas por un gran griterío. Las líneas
de los esclavos se rompieron y la masa negra se precipitó sobre la
hilera formada por los capataces. El viejo André volvió a disparar
su arcabuz y sus guardaespaldas se apresuraron a imitarlo, pero la
mansedumbre de los esclavos había desaparecido y tan sólo quedaba
una rabia ciega que nos impulsaba a reclamar la muerte de los
negreros. Algunos cayeron bajo el fuego cruzado de las pistolas, pero
los valientes que conformaban la avanzadilla se precipitaron sobre
los capataces, y les arrebataron las armas. Los alaridos murieron
bajo el impacto de los puños y de las patadas. El doctor de Guildive
fue apedreado hasta que su cráneo se abrió como un melón maduro.
André Boguian fue arrancado de la silla de su caballo, pateado como
un perro y despojado de sus prendas. Sus aullidos de dolor se
escucharon en todo el lugar cuando un grupo de esclavos clavaron sus
manos y sus tobillos a la puerta de una barraca e incendiaron el
edificio.
Llegaron más y más capataces de la hacienda, pero mis hermanos,
superiores en número, emboscaban a los asaltantes y los derribaban
de los caballos. El suelo se manchó de sangre y los campos de
cultivo comenzaron a arder. En la lejanía, las barracas también se
consumían lentamente por el fuego. Los gritos de los hombres blancos
que habían sido encerrados en ellas sonaban estridentes mientras sus
cuerpos se quemaban vivos.
Durante un tiempo vagué sin rumbo entre la desolación. A mi
alrededor la muerte campaba a sus anchas, sumergiendo en la locura a
todos aquellos a los que se aproximaba. Los blancos disparaban sin
vacilar a mis hermanos de sangre. Los negros cargaban contra los
capataces y cercenaban sus vidas de manera brutal, defendiéndose con
uñas y dientes. Pronto el cielo se ennegreció, el ambiente se
contaminó por el intenso hedor de la sangre y en la lejanía pudo
distinguirse un gran resplandor que tintaba el cielo de rojo. Mi
corazón sufrió un vuelco al comprender que la mansión Boguian
ardía.
Horrorizado por la suerte que pudiera padecer mi pequeña Marie, eché
a correr campo a traviesa y pude ver cómo las llamas devoraban los
pastos y se extendían por los bosques colindantes. Mis hermanos
danzaban frente a las hogueras, jaleando su supremacía sobre el
hombre blanco y usando los cadáveres como combustible para las
hogueras. La verja de la mansión Boguian estaba abierta. Gritos
agónicos restallaban en la lejanía, oprimiendo mi corazón. Si la
locura que se adueñaba de los campos había llegado hasta allí, mi
pobre Marie podría estar indefensa. Corrí tan rápido como me lo
permitieron mis piernas. Dejé atrás la fuente de mármol y contuve
el aliento al vislumbrar el enorme edificio devorado por las llamas.
Los cadáveres de hombres y mujeres sembraban el suelo y los
supervivientes se dedicaban al pillaje. Por desgracia, un muro de
fuego impedía atravesar los pórticos desvencijados y del interior
del edificio tan sólo emergían los gritos agonizantes de los que
habían quedado atrapados.
Caí de rodillas y sentí el escozor de las lágrimas. Mi dulce
Marie… Mi pequeña Marie… ¿Qué habría sido de ella en aquel
infierno? Grité su nombre con las fuerzas que me quedaban y mi voz
se quebró por un profundo suplicio. ¡Con qué rapidez se habían
roto mis ilusiones! ¡Con qué sencillez se habían quebrado todos
mis sueños! Durante un tiempo sentí que la ingravidez se adueñaba
de mi conciencia y el dolor me arrastraba a un sueño profundo. El
ambiente se llenó de humo y comencé a toser asfixiado. Sólo
entonces vi aparecer al bokor. Surgió de entre las llamas como un
demonio, arrastrando un cuerpo que se resistía a su presa. Atravesó
los pórticos y descendió con paso firme los escalones. No tardé en
distinguir su mirada malévola, sus ojos fríos como el acero,
atravesando el fuego que consumía lentamente la estructura de la
mansión Boguian. De pronto, mi corazón se detuvo al reparar en la
figura que forcejeaba entre sus brazos. Mis ojos se volvieron a
llenar de lágrimas al distinguir ese rostro que durante todo el día
había llenado mi desvelo. ¡Era Marie! ¡Mi pequeña Marie en las
garras de aquel diablo! Sus gemidos entrecortados se confundían con
el crepitar de las llamas y el crujido de la madera al
resquebrajarse. Presa de un acceso de rabia, me precipité sobre
Camujanda y reclamé el alma de mi querida princesa.
Ella se debatió como una posesa al vislumbrar mi rostro entre las
cenizas que llenaban el ambiente. Escuché mi nombre en sus labios y
mi valor se acrecentó. Durante unos instantes forcejeé con
Camujanda, tratando de arrebatarle el preciado botín que llevaba
bajo el brazo. Marie le clavó los dientes en el costado y el rostro
del bokor se retorció en una máscara macabra. Sus ojos albinos
brillaron bajo el fuego. Sus labios sinuosos escupieron sangre, pero
aquel diablo se alimentaba del dolor que pudiéramos causarle. Le
golpeé con todas mis fuerzas y pude contemplar como sus facciones se
deformaban en una mueca cada vez más grotesca, más maligna.
De pronto sentí un pinchazo en el costado y mi cuerpo quedó laxo,
frío. El dolor se expandió por todos mis nervios y mis piernas
retrocedieron por inercia. Pude sentir el contacto húmedo de la
sangre al manar por mi costado y abrasar mi piel. Cuando volví a
centrar la mirada en el bokor distinguí el cuchillo brillando en su
mano izquierda, traicionero y vil como el colmillo de una serpiente.
Mi sangre manchaba la hoja. Caí de rodillas y escuché impotente los
aullidos de mi querida Marie, suplicando por mi vida y sollozando
desesperada. Su rostro, antaño de porcelana, ahora estaba manchado
de tiznajos y lágrimas.
Camujanda se me aproximó y agarrando a la mujer por los cabellos, me
habló con voz fúnebre:
—Anoche escuché vuestras palabras al arrullo del lago. Pensabas
marchar con ella durante la vigilia e incumplir tu pago. Pensabas
traicionar la promesa contraída con los Loa y romper un pacto
sellado con tu inmortalidad. Los guédé han desatado su furia sobre
estas tierras y hoy la muerte se alimenta con sus habitantes.
Sólo entonces comprendí quién había sido el causante de la muerte
del joven Vincent Boguian; quién había encendido la chispa que
había desatado el infierno que aquella noche consumía el valle;
quién había provocado el derramamiento de sangre que ahora mismo
calcinaba una tierra forjada con el sudor de mis hermanos. Las
lágrimas, producto de la impotencia, manaron de mis ojos y el dolor
desgarró cada fibra de mi ser.
—Sólo queda por saldar una deuda.
Camujanda empujó a Marie Renau y la muchacha cayó de rodillas ante
mí. Sus manos temblorosas acariciaron mi rostro, sus ojos
enrojecidos se crisparon por la angustia, sus labios pronunciaron mi
nombre una y otra vez. Su voz, quebrada por el dolor, instauró una
intensa sensación de vacío en mis entrañas. Huye, quise
decirle, huye lejos. Pero mis palabras morían antes de que
pudieran escapar de mis labios fríos.
El bokor se inclinó sobre ella y su mano la jaló de los cabellos,
tirando con todas sus fuerzas. El cuchillo brilló en la oscuridad,
reluciendo mortífero entre el humo y las cenizas. Marie volvió a
gritar y un destello de plata descendió sobre su cuello. Mis oídos
se llenaron con un gorgoteo desagradable, la sangre salpicó mi
rostro y el horror desencajó cada fibra de mi ser. Pude ver la hoja
aserrando la carne, lentamente, imparable, desgarrando cada uno de
los músculos. Marie volvió a chillar pero su voz murió en un eco
lejano. Sus facciones se deformaron por una agonía indescriptible,
las esmeraldas de sus ojos se apagaron para siempre y su cuerpo,
liviano y rígido por el dolor, se desplomó a un lado. La cabeza de
la muchacha permaneció en las manos del bokor, entonando una última
expresión fúnebre. Su vida se había difuminado junto a los jirones
negros que se fundían con la noche.
—Ahora ella será mía para siempre —susurró Camujanda. Su voz
sonó fría, como el siseo de las serpientes—. Su cuerpo me
pertenecerá y su voluntad quedará encadenada a la mía.
Traté de responder, pero la náusea me impedía pronunciar palabra
alguna. Una barra de acero al rojo vivo entraba por mi garganta y
llegaba hasta mi estómago, provocándome una intensa agonía.
Conforme transcurrían los segundos, pude sentir mis fuerzas
desvaneciéndose lentamente. Mis ojos seguían prendidos en la cabeza
inerte que sostenía el bokor en su mano diestra.
Camujanda escupió una maldición, se guardó el cuchillo
ensangrentado en el cinto y cargó con el cuerpo de Marie. Se lo echó
al hombro como si se tratara de un simple fardo. Después agarró con
más fuerza la cabeza decapitada y se despidió de mí con una última
sonrisa.
Apoyé la cabeza en el suelo y pude escuchar el crujido de sus botas
al alejarse. Mi mirada se clavó en el bulto que pendía de sus
nudillos. El rostro blanco de mi pequeña Marie oscilaba a cada paso
del demonio, como el péndulo de un reloj que marcaba inexorablemente
el transcurso de los segundos. Después la oscuridad se cernió sobre
mí y tan sólo quedó el dolor.
Durante una semana me debatí entre la vida y la muerte, presa de
terribles fiebres que amenazaban con arrebatarme hasta el último
resquicio de energía. Según me contarían más tarde, Mutala y un
grupo de supervivientes llegaron a la mansión y trasportaron a todos
los heridos hasta uno de los pocos barracones que habían sobrevivido
al fuego. Permanecí durante dos días en manos de un viejo santero
babalao, luchando contra la muerte y tratando de evitar a los malos
espíritus invocados por el bokor. El tercer día, Mutala cargó con
mi cuerpo y tuvimos que ocultarnos en las selvas que pueblan la
Bouche du Diable. Se rumoreaba que los supervivientes de la
matanza de la mansión Boguian habían llegado a Guildive y el
alcalde de la localidad reunía una partida de hombres para dar caza
a los esclavos fugados.
Los días siguientes fueron los más duros de mi vida. Mis pies se
movían presa de la inercia, empujados por el ímpetu de Mutala y de
aquellos que se iban uniendo a nuestro grupo. Avanzamos por la fronda
y nos adentramos en la cadena montañosa que delimitaba el valle.
Sólo cuando encontramos refugio en una grieta entre las montañas,
se me permitió volver a guardar reposo. Por entonces había perdido
cualquier resquicio de esperanza y mi único deseo era reunirme con
mi querida Marie. Mutala cada vez se mostraba más preocupado por mi
estado de salud. Los momentos de lucidez eran cada vez más escasos y
a menudo se veían truncados por las alucinaciones y un estado de
semiinconsciencia que nublaba mi mente. Los ungüentos del viejo
babalao no provocaban mi mejoría y las fuerzas escapaban de mi
interior cada vez que el Sol coronaba el cielo.
El séptimo día de vigilia aconteció un milagro y la fiebre comenzó
a remitir. La herida provocada por el cuchillo del bokor supuró gran
cantidad de pus y los tejidos se cerraron lentamente. Las fuerzas
retornaron y me sentí capaz de volver a caminar. El santero me
explicaría más tarde que no sólo había tenido que combatir a la
infección provocada por la herida, sino también al poder maligno
del bokor que se empeñaba en arrebatarme la vida. Pese a los
esfuerzos del babalao, cualquier sentimiento de esperanza había
desaparecido de mi corazón, y cuando nuestros guías decidieron
emprender la marcha a través de la montaña, buscando una frontera
que nos permitiera ser libres, mi alma yacía mutilada por un intenso
sentimiento de pérdida. Cada vez que cerraba los ojos veía el
rostro endemoniado de Camujanda, cercenando la cabeza de mi amada y
arrancándola lentamente de su cuello. Cuando trataba de dormir
escuchaba el ruido de la carne al desgarrarse, los aullidos agónicos
de mi pobre Marie, el sonido de la sangre al manar por las heridas.
Entonces, acunado por las sombras, deseaba morir y maldecía el día
en que las fuerzas habían retornado a mi cuerpo y me habían
impedido regresar con Marie.
Cuando le conté mis desvelos al viejo babalao, éste se limitó a
agachar la cabeza y sus palabras sonaron sin esperanza en la
oscuridad de la gruta.
—Si el bokor se llevó el cuerpo de la muchacha, mucho me temo que
el asunto es más grave de lo que piensas. Un deseo impuro mueve el
pensamiento del brujo: el de poseer el cuerpo de tu amada. Hoy, tu
querida Marie será una criatura inerme, capaz de hablar, de respirar
y de oír como cualquier otra persona pero cuya voluntad estará
rendida al deseo de su amo. No tendrá recuerdos de su vida anterior
y no comprenderá nada de su existencia actual. Sólo obedecerá al
bokor y su voluntad estará vinculada a él hasta que la muerte
arrastre el espíritu del brujo.
Un estremecimiento recorrió todo mi cuerpo al imaginar a Marie en
manos de Camujanda. Aquel canalla no sólo me había arrebatado su
amor sino que ahora también poseía su cuerpo. Horrorizado, me eché
a llorar y maldije el día en que había puesto mi vida en manos de
aquella criatura endemoniada. Maldije mil veces el momento en que
había desechado mis creencias por seguir la estela de un amor
prohibido. El babalao, al vislumbrar la pena que me acongojaba, se
compadeció de mí y me aconsejó que olvidara a Marie. Ahora ella ya
no me pertenecía. Mi amada era propiedad de un espíritu maligno que
jamás la dejaría marchar. Sin embargo, el dolor que anidaba en mi
interior había despertado un sentimiento que se resistía a
desaparecer. Se trataba de un odio intenso que podía a cualquier
otro pensamiento de miedo, de frustración o zozobra. Aquella noche
me despedí de Mutala y del resto del grupo y les deseé suerte. En
sus miradas encontré el desconsuelo del que sabe que un amigo se
enfrenta a una causa perdida.
Sin volver la cabeza, atravesé las montañas y busqué el rastro de
un hombre siniestro al que seguía los pasos una criatura de mirada
helada y desenfocada. Los pocos que se habían cruzado en su camino,
hablaban de una muñeca de porcelana capaz de colmar el fuego lascivo
que consumía a su dueño. Cada noche se les oía gemir y retozar
bajo la luz de la Luna, como dos diablos expulsados del Infierno. Yo
sentía entonces como mi alma moría un poco más por dentro,
agonizando presa de un dolor que nadie llegaba a comprender. Desde
ese día recorro sin descanso los páramos sombríos de La Española,
siguiendo las huellas de dos fantasmas que se desvanecen en la noche
eterna sin dejar ningún rastro bajo sus pies.
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